por Lic. María Gabriela Chalbaud G., MSc
En la practicidad discursiva de nuestra historia, hacer ontología del ser humano y de nuestros sexos, nos remite ineludiblemente a la discusión maniquea entre la superioridad del hombre o la mujer, el respectivo valor filosófico y literario que a cada uno se le ha dado, y derivadamente, el trato histórico recibido y desempeñado por el hombre y la mujer respectivamente.
Desde los clásicos griegos hasta la actualidad, la visión que se ha tenido de la mujer siempre ha sido la de “compañera del hombre”, “mujer idónea”, “la costilla de…” reduciendo su naturaleza, esencia y práctica cotidiana a los quehaceres domésticos, al mutismo complaciente de una esposa siempre al servicio del hombre; justificado porque al parecer esas son las labores naturales y antropológicamente correspondientes a su sexo.
Por otro lado, las virtudes y funciones del varón siempre han sido las del amo, las del “pater familia”, las del señor de señores sobre el resto de las criaturas de la tierra [1], por ende ha sido el varón quien ha sido el portavoz del discurso histórico humano y el epicentro de partida en los significados, significantes [2] y las conquistas del entendimiento y conocimiento de nuestra especie.